Uno puede volver al pasado de golpe, en medio de un pasillo oscuro, trastabillar con un retazo de la memoria y que el día se descompagine sin retorno.
Lo sorprendente es estar gugleando la nada misma, y de repente ¡páfate! Para ser mas precisa, estaba buscando esas fotos de boletos para las entradas del blog Boleto de ida…Y de pronto, ocurre la maravilla.
Entre decenas de fotos de boletos, trenes, estaciones, bancos y valijas, aparece "ese" día. Una foto hace que me detenga y me quede sin aliento. Un domingo de mi infancia que no olvido, porque descubrí un par de cosas interesantes. No fue gran cosa en sí lo que descubrí, sólo que tiene el valor de lo que perdura como algo que sigue estando en mí desde entonces. De tanto en tanto cuando llueve, así como ahora o cuando los fideos se me pasan y le pongo manteca y queso y digo la palabra “pasticho” y miro para adentro en blanco y negro, vuelvo rápido a ese día domingo de invierno. Ese es el pasillo de hilos que me lleva a ese día, de pronto ahora la foto, lisa y llana. Y el día en blanco y negro aparece. Como aparece un tren bastante cubierto de polvo, y aparecemos mi madre, mi tía Ilda, y yo viajando felices a un pueblito a visitar a una prima de no se quién. No sé a qué fuimos, yo quedé fuera de ese motivo real, para mí fuimos a comer fideos. La estación de Pehuajó estaba vacía, como vacío estaba el tren que tomamos a Ancón.
Ilda y mi mamá estaban contentas a pesar de que el sol se iba cubriendo ligeramente de nubes negras y nos íbamos adentrando en el campo como si anocheciera, aunque era la mañana. Los montes pasaban, los caballos pasaban, las vacas siempre mirando pasaban. Pasábamos nosotras, ellas metidas en una charla de cotorras, yo pegada a la ventanilla, mi nariz chata contra el vidrio, mi respiración nublando aquél paraíso, mi dedo haciendo caminitos de humedad y tierra, hasta que llegamos. 
Lo que veo en esta foto que encontré, no tiene nada que ver con lo que ví ese domingo. Ahora veo una casita de estación tan vieja que da miedo, un yuyal, el abandono haciéndose dueño. Vive en mí la misma casita, también sin colores, pero mas blanca. La oscuridad de aquél domingo tal vez hizo que yo no me fijara en los colores, pero no había pastos secos. Un señor de pantalón ancho y camisa blanca nos esperaba en el andén, tenía una gorra particular que le tapaba algo los ojos y era alto. El tren se detuvo, bajamos cubiertas de polvo. Mamá me acomodó el peinado que debido a mi lacio perfecto, se había enredado. Luego de la bienvenida, el señor nos invitó a seguirlo, fue dar vuelta el andén y estábamos en la casa. La casa estaba ahí, en la estación, eso era muy curioso, me iba a divertir como loca. 
Nos recibió una cocinita pequeña, llena de vapor, unas ollas sobre el fuego, una señora triste, una nena aburrida y unas paredes mal pintadas. Sobre la mesa con un mantel a cuadros estaban los platos, el queso recién rayado y algo que me extrañó, era que los fideos no tuvieran salsa. En mi casa eso era algo insólito, que no pasaba salvo por un velorio o algo así, un domingo sin la salsa de mi madre con sus pastas amasadas por ella o el asado de mi padre, era un domingo que no existía. Allí la mamá de la nena aburrida, abrió un paquete de fideos y los tiró en la olla. Otra cosa rara, un domingo con visitas y un paquete de fideos no iban de la mano. ¿Qué edad tendría yo para pensar esas cosas absurdas? Era muy chica. Nos sentaron a la nena aburrida y a mi en una mesita pequeña cerca de la puerta ventana, se podía ver el campo tras los vidrios repartidos y era lo que yo miraba pensando en todos los juegos que vendrían después de comer, porque la nena además de aburrida, no me hablaba. Mi fastidio estaba comenzando y todavía todo el domingo estaba por delante. La mamá triste nos sirvió una torre de fideos en el plato a cada una y nos dijo que no lo dejáramos enfriar. A la nena no le gustaron los fideos porque estaban apelmazados, la mamá se justificó porque se había distraído con la charla. Yo descubrí allí que me gustaban los fideos pasados y no al dente como los preparaba mi mamá. Me comí todo lo que me habían servido y pedí más. Mamá levantó su ceja derecha, puso lisa toda su frente y me miró, eso quería decir que no estaba bien que yo siguiera pidiendo comida, cuando ella hacía ese gesto, era que yo estaba haciendo algo mal. Me quedé con ganas de comer mas fideos pasados. Luego supe el motivo, mi madre temió que me hiciera mal aquél “pasticho”, con lo delicioso que estaba!
No hubo postre, el señor de pantalón ancho nos invitó a jugar bajo el techo del andén, así las mamás podían hablar tranquilas. Había un banco contra la pared y él se sentó allí, hasta quedarse dormido, de tanto en tanto se despertaba, nos vigilaba y se acomodaba la visera de la gorra sobre los ojos para seguir durmiendo. Todo el tiempo estaba por largarse a llover con todo, pero sólo garuaba lo suficiente para que nos mojáramos si corríamos por el campo, como era mi plan. Yo fui con la idea de treparme a todos los árboles que rodeaban la estación, correr con los perros por una callecita de tierra que conducía a ninguna parte, andar en bici, cazar mariposas, soplar panaderos y pedir deseos. Nada de eso se podía hacer, en otro banco estábamos la nena aburrida y yo mirando los rieles que estirados y quietos, se portaban igual que nosotras. La nena aburrida era obediente, yo no. A mi se me ocurrían ideas como subirnos al techo por una escalera que estaba abierta y ella me decía que su papá se iba a enojar, se me ocurría hacer una casita con unos baúles y valijas que había en un rincón, eso tampoco se podía. Qué domingo tremendo estaba viviendo yo en esa prisión sombría, por suerte siempre me gustó dibujar, era uno de mis entretenimientos de niña buena que tenía. Siempre iba con un cuaderno y lápices. Eso pareció sacar del sopor en el que estaba sumida la nena aburrida. Recuerdo también en blanco y negro los dibujos, pero saber hacer casitas y trenes y pájaros y soles y árboles y nenas jugando, ese día me salvó y creo que pude salvar a esa nena. Debajo de aquél alero, debajo de aquella lluvia vacilante, en aquella estación perdida en medio del campo, descubrí cómo me gustaban los fideos y que yo era divertida, porque en un momento la nena se reía y me hablaba.
Que me gustaban las estaciones de trenes ya lo sabía, pero tal vez esa experiencia me hizo creer siempre que la gente que pasa mucho tiempo en las estaciones suele volverse triste.

7 Comentarios

  1. Gracias por compartir tus recuerdos.
    Te he visto ahí... lo explicas tan bien que me gustaría que siguieras y siguieras...

    Que se habrá hecho de la niña aburrida?

    Besos.

  2. Genín says:

    Quien te hubiera dicho a ti entonces que un día, una cosa que se llamaría Internet, gracias a una pantalla y un teclado que llamarían computador, te permitiría volver a unos recuerdos en blanco y negro de tantos años atrás...
    Por solo estas cosas, merece la pena vivir, porque jamás sabe uno lo que encontrará a la vuelta de unos años, por increible que nos parezca en estos momentos, hasta puede que los políticos y los gobernantes lleguen a ser honrados y no sepan que es eso de corrupción que tanto les gustaba a sus predecesores...
    Besos y salud

  3. Darío says:

    Ciertos recuerdos que nos bombean bien fuerte...

  4. volvemos nosotros o el pasado?
    acaso alguno se fue?

    ¡Viva la locuacidad!

  5. A mí me gustan las viejas estaciones de tren, pero también suelen ponerme tremendamente triste, como si los fantasmas de lo que fué y de la gente que pasó por el andén aún estuvieran allí para hacer presente las pérdidas y las despedidas.
    Besos***

  6. Inma_Luna says:

    Es la propia memoria la que solo entiende su sentido.
    Lindo blog.
    mi blog es:
    elblogdemaku.blogspot.com
    si te gusta podemos hacernos seguidoras.
    Un saludo

  7. Anónimo says:

    Cuantos años tenes Pato?

Gracias por tus palabras