La Cofradía de las Escobas

"Todas las hojas son del viento
ya que él las mueve hasta en la muerte"
-Luis Alberto Spinetta-




Donde vivo es otoño. En mi casa es otoño. Me refiero al perímetro que delimita las dimensiones del terreno donde está erigida mi casa. Ahí es otoño. Para ser mas precisa, en el frente y fondo de mi casa, es otoño. También en la superficie exterior e interior y todos los recovecos de mi casa, es otoño.
De modo que no es raro que todos los árboles hayan comenzado a cambiar de color y estén mutando lentamente del verde fresco del verano, al amarillo, al ocre y al rojo, porque -vuelvo sobre lo mismo y perdón por lo reiterativa- pero es otoño.
En el hemisferio sur, es otoño.
En los parques y playas y calles y solares baldíos y estacionamientos y veredas y techos y pasillos y autocines y montañas y carreteras y macetas y balcones y jardines y grandes tiendas y pizzerías y ventanas de cafés del hemisferio sur, es otoño.
Que quede claro, me gusta el otoño.
Disfruto de su belleza ocre.
Adoro caminar por veredas abandonadas y aplastar hojas, escuchando ese ruido seco y quebrado bajo mis pies.

Yo, simple espectadora de una pintura natural en movimiento, me pierdo detrás de los cristales de este café olvidado en medio de la ciudad y observo cómo cambia el paisaje. Y ese instante pequeño se vuelve grande, tanto que lo escribo. Me abriga la mirada ver cómo el viento leve se entretiene con un montoncito de hojas, a las que balancea de aquí para allá. Ahora en círculos. Ahora en flechas. Ahora no, porque el viento se toma un respiro y mis ojos se alimentan de belleza y yo tomo un sorbo de café y el mozo tararea una vieja canción de amor, que combina perfecta con la melancolía de este atardecer otoñal.

Entonces, veo de pronto, con horror, a una militante de la Cofradía de las Escobas, para mi desgracia, tiene entre sus manos el fundamento de su existencia.
Está enfrente del café en el que yo me encuentro escribiendo y va a dar comienzo a la faena que arruinará la belleza que estaba alimentando mis ojos. Tiene el aspecto de una mujer normal, no parece una mala persona, sonríe con simpatía a unos niños que pasan y seguramente cocina rico, pero pertenece a la cofradía y eso me predispone mal, empiezo a verle bigotes y pelos en las piernas.
Las militantes de este grupo pro higiene visual, año tras año compran escobas de paja bien grandes cuando termina febrero, y en los meses subsiguientes uno de los motores de sus pulcras vidas es mantener la limpieza y el orden de sus veredas.
Por allí el otoño tiene prohibido pasar, entonces el pobre anda a las zancadas.
Apenas caen dos hojas, ellas salen muñidas de sus escobas nuevas a espantarlo y barren las dos hojas, y las meten en bolsas o lo que es peor, las apilan en grandes montoncitos y las queman. Con lo perjudicial que es para la salud respirar ese humo cargado de nitratos, nitritos, dioxinas, material particulado y hollín, ellas limpian sus veredas y ensucian sus pulmones –y los ajenos- pues dignas integrantes de la cofradía, se quedan custodiando las fogatas hasta que todo queda convertido en polvo y finalmente juntan los restos con una pala y al caer la noche en sus veredas no es otoño.
Con espanto a la mañana siguiente comprueban que si, que el otoño es rebelde como la gran siete y vuelven a empezar con la tarea titánica de ir en contra de la naturaleza y barren y barren a toda hora. Cuando terminan unas, empiezan otras. Y así un concierto de señoras y jardineros enérgicos barren y podan, podan y barren, ejecutando la sinfonía de las hojas muertas a lo largo del día.

Ahora salgo del café. Evito pasar por la vereda del humo. Es difícil, porque en casi todas las veredas están las militantes y sus montoncitos de humo, abrazadas a sus escobas. Busco esperanzada una calle que alguien se haya olvidado de barrer y es inútil. Todas ya han sido, o están siendo limpiadas de otoño. Todas están siendo afeadas y emprolijadas y guardadas en negras bolsas de consorcio o en montoncitos destinados a la quema.
Camino y mis pies pisan nada más que ladrillos.
Ahora veo que cae una hojita en la vereda de enfrente y corro a rescatarla, pero antes una militante de la Cofradía, que espía atentamente detrás de la ventana, sale con urgencia y la recoge y la guarda en la bolsa negra y mis ojos se quedan más oscuros que la bolsa y un poco tristes.
Un gato que espera la noche, huye ante mis pasos sombríos y se pierde en la calle que lleva hasta mi casa, donde es otoño. Desde acá puedo divisar mis fresnos altos, enormes acariciando el cielo. Desde acá los veo brillar y latir y desnudarse bajo el aire tibio de marzo.
Mis fresnos en otoño son gigantes amarillos.
Ahora por fin bajo mis pies se deja oír el tan ansiado crash-crash, estoy en mi vereda y antes de entrar a casa doy unas vueltas como poseída sobre el colchón de hojas que se ha acumulado después de días y días.
Entre las sombras de las ventanas las militantes de la Cofradía de las escobas, me espían y se llaman por teléfono escandalizadas de lo que están viendo. Comprueban porqué no han podido captar mi interés por pertenecer a tal agrupación. Verifican que soy rara, que me falta un tornillo y van por los fondos y cuchichean a través de los tapiales compadeciendo a mi familia. Y dicen de mí, que la pobre mujer de la mitad de cuadra está loca.

(Gracias Ybris, escribí esto luego de leer tu Primavera sin exagerar :)

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Híbrido


Los días transcurren sumergidos en un viaje submarino, adentro de una pecera redonda.
Todo lo que veo es apacible, blando, sin bordes filosos, una tortura sin dolor.
Se ha borrado un paisaje vital.
Abro la ventana para cambiar el agua y los tejados color ocre brillan bajo las primeras luces de la mañana. El agua aún es tibia, sin olas encrestadas. Los árboles todavía lucen su follaje verde y están repletos de nidos.
Todo eso es narcóticamente blando.
Como son blandas las sábanas que vuelan en el tendal de esa terraza lejana que veo desde aquí y es blando el canto ininterrumpido de los pájaros en este pedacito de cielo que cubre mi pecera.
No hay filos peligrosos en los descansos.
No hay esquinas, sólo curvas en el vidrio.
Y silencios.
Blandos y apacibles silencios que se abren como bocacalles desiertas, quebrándose tras cada uno de mis pasos.

En esta pecera donde giro y giro sin sentido, he perdido temor al embrujo, me he convertido en un ser manso.
Soy un híbrido.
Una sirena que ha perdido la voz.
Abro mis ojos, de pétalo en pétalo, se me han vuelto grandes como magnolias los ojos.
Y miro.
He sucumbido a la necesidad de las palabras.

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Sin flores


"No habrá flores en la tumba del pasado"
-Andrés Calamaro-

En el marco de una puerta que conduce a un zaguán cargado de geranios florecidos, asomó su perfil. Su solitario e impúdico perfil de niña espiando.
Se le trepó a las rodillas una suerte de vértigo que le terminó en la boca, cuando los vió besándose apretados contra la pared del fondo.
Ella no hubiera querido ver cómo sus cuerpos se desnudaban con urgencia, fregándose sobre las cáscaras de pintura húmeda, pero estaba allí con sus ojos abiertos y petrificados como todo su ser.
Sentada en las sombras del patio, escuchó el arrullo de los enamorados y apretó entre sus manos un osito de trapo, hasta quitarle la vida.
Lo deshizo de rabia, lo empapó con un llanto inesperado y frío
Y lo enterró completamente roto adentro de una maceta.

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Fin de temporada

“Algunas flores crecen en las dunas
sube la marea y se hacen invisibles
algunas duermen a la luz de la luna
persiguiendo sueños imposibles”
-Quique González-


Se fueron todos después de terminar empachados de sol.
Lo bajaron del cielo y se lo comieron en una gran fiesta que duró semanas. La rutina era despedazarlo con dientes filosos protegidos por pantallas solares cada día.
Cuando llegué lo repartían desgarrándolo en porciones. No me puedo quejar, a mi me tocó un buen pedazo, que también mastiqué y comí imitando a los demás, de espaldas en la arena, saboreándolo con los ojos cerrados.

Lo devoré untado en tostadas, mojando sus rayos en el café con leche, bajo los pinos, con los pies desnudos y las manos en los bolsillos, buscando palabras para contar las diferentes maneras de comer sol, antes de su huída.

Después de la comilona empezaron a irse todos.

Los papás y las mamás con las panzas llenas de sol y los brazos cargados de juguetes y niños pequeños y palitas y baldecitos y pelotas y tejos y tablas de barrenar y jugos y galletas y celulares encendidos y pareos y lentes de sol y cremas y sombreros y cuatriciclos.
Las parejas enamoradas, las parejas muertas de hastío, las parejas solitarias con caniches.
También se fueron con los brazos cargados de sombrillas y reposeras y termos y mates y más tejos y libros y celulares al rojo vivo y soledades de color bronce y sonrisas esculpidas por el viento.

Quedó la playa en silencio, ya sin gritos y sin conversaciones, por fin.
También se llevaron el sol.
¡Qué lindo!

Me gusta llevarme en los ojos las sillas subidas y enganchadas a las sombrillas, parecen fantasmas abandonados y flacos esperando que los trague el mar.
El viento trae un sabor salado que me cala los huesos y tengo frío.
Yo también estoy por irme.
Soy una mas entre tantos, ahora.

Que llueve siempre y que el sol ya fue comido.
Ahora.
Que la ciudad y el mar son uno solo bajo la tormenta y el abandono.
Ahora.
Que los paradores están siendo desarmados y la música terminó.
Ahora.
Que los jubilados van invadiendo tibiamente los rincones con sus diarios y silencios eternos en los cafés.

Ahora me voy, con el sol pegado en la piel, una estrella de mar, arena y caracolas en los bolsillos.



-Dani, gracias por la foto-

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