De trapo


“Dicen que tienes veneno en la piel
Y que estás hecha de plástico fino”
-Radio Futura-


Tal vez tengan razón y soy de trapo -cómo saberlo-.
Hasta ayer creí que, entre otras cosas, era de piel y resulta que no. Lo dicen los resultados de unas pruebas médicas. Dicen eso dentro de un sobre con palabras complicadas y escritas casi de manera ilegible, pero lo que alcancé a comprender es que soy de algodón, eso me quedó claro.
Igual pensá como yo -que hablan de mi ropa- y no hagas mas preguntas, que no tengo respuestas para eso.
Sólo sensaciones y hoy ni ganas de ahondar en ellas. Mañana tal vez hurgue ahí, pero hoy no.
Hoy paso al lado de ellas en puntas de pie, las dejo dormir un poco mas, que cuando despiertan, entran a doler como perras.
Pensá en mi piel, como si fuera papel de envolver regalos o mejor papel de diario. Repleta de letritas que perdieron el sueño, saturada de avisos clasificados, que buscan gente, no importa si son de trapo, de papel o de cascaritas de árbol.
Pensá así. Soy como papel de caramelo o como tela de cebolla que envuelve una vez y otra.

-y otra y otra y otra y otra y otra y otra-

Tal vez eso que terminás tocando después de quitar cada cáscara, es mi corazón de pasta de almendras, de menta, de cebolla, de semillas de naranjas, de puré de papas, de postre de maicena, y helado de vainilla, y de flan. O de crema de limón, de azúcar o nieve, de merengue italiano y hasta por ahí tengo suerte y sea mejor todo eso que mi piel y deje de ser importante que me hayan dicho que soy de trapo.
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Advertencia


Escandaloso y deshabitado corazón
estoy echando a todos a patadas
te voy a dejar solo.

Te pongo sobre aviso.

Vendrán momentos de ruinas
estarás aturdido
serás de piedra
o un bollito de miga de pan.
Morirás en llamas o inundado.

Todo puede ser.

Incluso siento que te estás partiendo
y me duele el pecho como nunca.
En pie de guerra completo incompleto.
Ordenado en el desorden.
Seguirás siendo mío
Roto
Latiendo mal
Inútil
Blando en extremo
Mío.

Así convertido en un charco de barro para saltar
O en trampolín
O en una habitación de hotel.

Debería colgar una advertencia
Algo así como
“Nunca te hospedes en él”
“Es mal anfitrión”.
Un cartel que anuncie:
“Prohibido pisar, este corazón se hunde”

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Ruido


“Luego...
irremediablemente,
tus ojos tan ausentes
llorando sin dolor”.
-Homero Manzi-



Ella ahora está sentada. Pensando.
Hasta recién fue y vino por la casa, pero ahora se sentó en la punta de la silla, como si estuviera por salir en cualquier momento y no sale, piensa.
No hace otra cosa que pensar. Es decir sí que hace otras cosas, pero las hace como al pasar, como sin querer, como por accidente o casualidad, porque en verdad lo que ella está haciendo es otra cosa.
Yo la espío, lo confieso.
No sé qué piensa, pero se que lo está haciendo por los ruidos.
Ella lava las tazas del desayuno, tiende unas ropas afuera, el viento le agita el pelo, se inclina sobre unas plantas y creo que les dice algo. Debe ser bonito, porque sonríe. Ella es capaz de hablar con las plantas, pero tanto no llego a comprender.
Lo que si hago, es escucharla. Ella no lo sabe, claro, si se da cuenta que yo la escucho, seguro que piensa de otro modo, mas bajito o en secreto o se va a la parte de arriba. Donde nadie la ve, pero está sentada ahí, casi por caerse de la silla, y la escucho.
No es el ruido de las tazas al chocar contra el agua y el detergente, ni el viento que golpea contra las plantas del patio mientras ella les dice cosas, ni el portazo que pega cuando entra.
La escucho a ella y tomo nota.
Últimamente sus pensamientos tienen ruido y cuando la tengo cerca, escucho cómo los mastica con los dientes hasta desintegrarlos, cómo los apoya en alguna zona blanda si está cansada y los deja olvidados un rato. Y se va, mientras hace esas cosas, que digo que hace, como lavar o tender o regar…
Después vuelve a buscarlos, retoma sus fuerzas y otra vez empieza a picarlos, como si se tratara de verduras, pero no son verduras.
El ruido es imperceptible, yo lo descubrí y ahora no puedo dejar de escucharlo. Ya sé, que cuando se sienta así y se queda mirando, va a empezar el ruido. Como ahora que está en la puntita de la silla, pero en verdad está más lejos. Algo de ella se escapó por la ventana, trepó los techos, algo de todo ese picadillo con ruido, terminó volando en el aire.
Entonces la parte de ella que se queda aquí, parece tranquila, sentada sobre la nada, con los ojos perdidos en un punto fijo, hace este ruido del que hablo. Un ruido casi imperceptible, pero ininterrumpido.
No es un sonido pastoso, es mas bien seco como si rozaran piezas oxidadas entre si y levemente arenosas. Tampoco parecen piezas muy grandes, sino más bien pequeñitas, pero muchas y crujientes, como si giraran en un espacio reducido sin opción a chocarse y en ese rincón de capacidad mínima estuvieran luchando por un sitio de privilegio.
El ruido pareciera extinguirse cuando ella acomoda las piezas, cuando las ordena, cuando las arrastra hacia una zona de luz, cuando las saca a tomar aire.
Y entonces hay silencio.
Hay días que no la soporto, pero me parece de mal gusto decirle que piense sin hacer ruido, si lo hace es que no lo puede evitar.
Y otros días como hoy, que la escucho y la miro y tomo nota, casi casi la comprendo un poco.
Algo es algo, pienso.
Y ella pasa delante de mi sin escucharme.

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Sin título


“Y a veces se me olvida que sólo soy espectador”
-Quique González-



La calle no tiene más que veredas rotas y autos solitarios.
Y me tiene a mí, que voy por allí, regresando. En el tercer cuadro no hay mucha luz, se ven mis pasos marcados en el piso. Se hacen a trazos rápidos unas huellas como de sombras que se difuminan hasta perderse. Dos gatos saltan por los tejados vecinos y uno queda capturado en el medio de la luna. Mis ojos lo retienen en el preciso instante en que la atraviesa para llegar a ningún lado. El gato ya se fue, sin embargo está allí, en el quinto cuadro, estampado en una luna que es todo lo que esta noche tiene por cielo.
En la esquina un hombre con un sobretodo gris tiene frío, se levanta el cuello y espera mi paso para darme calor. Sus palabras que me invitan a un paseo lunar, quedan atrapadas en un globo de diálogo. Las leo y me río. Sin que me vea me río. Lo hago para adentro cuando termino de pasar, pensando que me confundió con la heroína de su cómic y mis palabras intentando salir para explicarle, chocan contra mi paladar, mis dientes, mi lengua, mis labios. Me hacen daño y por no tragarlas a todas, escupo algo. Mi globo de diálogo se llena de grafismos extraños difíciles de interpretar. El hombre del sobretodo intenta descifrarlos, pero un signo de interrogación le brota sobre su cabeza al tiempo que yo me alejo y me pierdo en la oscuridad.
Noche de fiesta en las calles.
Noche de ronda en mis pasos.
Los árboles se están vistiendo, todo lo demás es irreal, pienso en un globo de pensamiento y paso a la última viñeta. Donde no vuelo, ni camino por las paredes, no soy la mujer maravilla ni por un rato.
Mis ropas, pegadas al cuerpo, son como de rayitas negras hechas con lápiz y a mano.

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Escribo


“Encerrado en mi torre de marfil,
la soledad del cuarto del hotel,
bajo el peso de mi propia ley perdí”
-Andrés Calamaro-


Otra vez un espiral de calles frente a mi.
Me pregunto a dónde me llevarán estas veredas roncas de arena. Me pesan tanto los zapatos, como la voz.
Serán mis pasos los que estaban esperando, seré yo quien tenía que venir a caminarlas a esta hora, cuando todo está por empezar y yo no consigo terminarme de una maldita vez.

Será este día infinitamente largo que se cuela por la rendija de mi tercer ojo y rastrilla el suelo para encontrar una pepita de oro con forma de mano.
Hablo en voz baja, preguntas simples con aires de silencio.
Si tenía que venir.
Si había alguien esperándome.
Si era acá.
Si era yo…

Y miro largamente, sin decir nada.
Las calles están abiertas.
Ya no llueve, afuera.
Los techos de mis ojos se pueden venir abajo en las próximas horas y yo sin salir de este agujero de trapo. Escribo. No hago otra cosa que escribir como una obsesa. Montañas de palabras atropelladas se escupen de mis manos.
No consigo ordenarlas en convencionales renglones, ni en los acordes del piano. El viejo está tan sepultado como yo, bajo una corteza de barro.
No lo consigo. Ni en pequeñas historias que me invento para dejarlas huir. Mi caligrafía es pésima, ilegible, mal pueden escapar de allí, quedan presas a los dos pasos, enredadas entre ellas, pobres…

Desde mi torre de cristal, miro las calles y las palabras que agonizan en este espacio blanco.
Están frías, desde acá parecen helados laberintos que se van descolgando sucesivamente de mis ojos y mis manos.

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Adentro


Lo peor es la lluvia de adentro.
La de afuera, si no es grave, pasa.
Se dibuja en círculos sobre los charcos, se deforma al golpear en las galerías.
Estrangulada y paciente baja por los caños
para chocar contra el suelo
como una música clarita de cuentagotas.
La de allá,
la que se junta en el cordón de la vereda
y convierte a mis ojos en náufragos
junto a un envoltorio de golosina
que algún descuidado termina de tirar,
de esa no me cuido.
Esa lluvia es casi un poema con filo.
Es finita,
como si le hubieran sacado punta ayer
y tímida, como de primera vez.
Aunque hace ya días que garúa.
-Adentro-
En baldes.
Sobre trapos.
Arriba de papeles de diarios que no leo.
Mojando sombreros.
Anegando fuentones donde flotan las letras como barcos.
-Adentro-
Un turbión se ha desatado.

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Un pequeño secreto


"Esta ternura y estas manos libres,
¿a quién darlas bajo el viento ? Tanto arroz
para la zorra, y en medio del llamado
la ansiedad de esa puerta abierta para nadie."
-Julio Cortázar-



Un pueblo a la orilla de una carretera secundaria, tapado por el polvo de años de sequía, escondido detrás de unos matorrales, apenas puede ser visto.
Sin embargo me sucedió que pasé por allí en mi auto, y distinguí en medio de la polvareda que levantaban unos perros corriendo, unos techos bajos.
Sin entender muy bien el motivo me salí de la carretera y de pronto me vi metida en un camino angosto, arenoso y lleno de curvas.
A los costados las cortaderas acariciaban la piel metálica del auto y sentí vibrar esos látigos fibrosos cerca de mi, pensé que llevarían años sin tocar nada más que viento y cardos volando.
Ese camino desembocó en un caserío sin pretensiones, un mísero puñado de casitas que brotaron allí como un manojo de calas. Todas del color de la tierra, todas insignificantes, todas con tus techos de paja y sus mínimas ventanas.
Nadie puede mirar por ahí, pensé, convertida en exploradora repentina.
Pude haber seguido de largo, pero algo intenso me detuvo.
Si tuviera que explicarlo, tal vez hablara de cierto escozor entre las manos, en la parte de adentro, donde los dedos se contraen como apretando algo, o en la parte central de la espalda donde se me localizó de pronto una sensación cálida y sentí el impulso de bajar allí buscando mas calor. Porque además, si alguien me preguntara, diría que también olfatee en el aire algo picante y que la extraña ausencia de sonidos me aturdía un poco.
Podría decir también que las cortaderas se tomaron de las manos cuando me vieron pasar y que vibraron, pero nadie me creería, entonces para ser más confiable, sería breve, diría algo convencional, como que había allí una vegetación interesante o algo así. Al escuchar eso se conformarían y no harían mas preguntas, pensé.
Lo cierto es que lo de las cortaderas me lo quedaría para mí.
Como un pequeño secreto, casi infantil.
Pero lo demás, lo de la puerta entreabierta y la luz que había allí dentro. La puerta de la casa que de afuera parecía pequeña, y que sin embargo adentro no tenía límites. La puerta de la casa que era difícil distinguir porque el color era demasiado parecido al suelo y a los yuyos que la rodeaban, de esa puerta tenía que hablar.
Después de haberla traspasado no podía volver si no hablaba de ella. Mas que de ella, de lo que había tras ella. De esa especie de mundo aparte que había encontrado allí, donde me podría quedar a vivir sin necesidad de nada más todo lo que me quedara de vida. Un mundo con luz propia, un interminable campo de amapolas color púrpura, allí dentro me terminó de cautivar y me dejó flotando en medio de lo que no sabría cómo explicar, eso me entristeció un poco.
Miré las ventanas desde adentro.
Estaban todas enfrentadas sin importar cuánto distaban entre sí, estaban dispuestas de ese modo con un único fin, pensé que eran para dejar correr el aire. Una brisa especial se respiraba allí. No tenía importancia lo minúsculas que fueran las ventanas, no había nada que mirar afuera, allí adentro vivía y latía la belleza.
Corté, ahora que lo pienso me arrepiento, una de esas amapolas que allí abundaban. En ese momento estaba desesperada y me quería llevar una prueba concreta de ese mundo, para poder contar dónde había estado, porque comprendí en ese instante, que de allí tenía que irme. Que ese mundo se había abierto de manera incandescente para mí, me había colmado de belleza, tanta como yo pudiera soportar, pero esa intensidad, para que dure siempre, debía terminar ya.
Corté la amapola roja y me fui.
Salí al corredor que rodeaba la casa, hacía frío. En el aire flotaban dientes de león, “panaderos” pensé. Y recordé, más bien sentí en la piel, que ya había sido pequeña y feliz alguna que otra vez.
Caminé hasta el auto como flotando sobre algodones, lo puse en marcha y busqué la salida sin ganas, me hubiera quedado allí, pero estaba yéndome, un camino estrecho me estaba regresando.
Entre mis manos y sobre el volante, se desmayaba una amapola.

Acabo de encontrarla presa entre las hojas de un libro, no sé cuánto tiempo pasó. Aún sus pétalos tienen el color vivo de la sangre y en ocasiones, cuando la muestro pensando en contar todo lo que había tras esa puerta, para ser breve y no enredarme en explicaciones vanas, digo que había en ese paraje una vegetación interesante.
* Gracias Nany, por la música...

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Aves migratorias


"Golondrinas con fiebre en las alas,
peregrinas borrachas de emoción...
Siempre sueña con otros caminos
la brújula loca de tu corazón..."
-Gardel y Le Pera-
Con el tiempo el ecosistema de sus ojos fue cambiando.

Por suerte he guardado en mi memoria la última tarde. De no sé qué mes, pero era invierno. Por el color que tenía el aire a esa hora, creo que era invierno. Sólo atrapé el color –curiosamente, yo que no pinto, me quedé con un color- porque me pareció recién creado para ese momento y para mis alas y para su laguna.
Cuando digo así, me refiero a la de su mirada, que se le formó después de la inundación y ya se quedó para siempre allí, dejando ver un espejo de agua cada vez que me miraba.

Era plomiza esa hora quieta de la tarde, se anunciaba frío el horizonte y algo como un tropel de caballos se oía al final del cielo.
Entonces el aire nos cubrió con su danza errática, dominando ese espejo fugaz de sus ojos y por un momento el tono cobrizo del sol filtrándose por las nubes, fue nuestro universo.

Te quiero, me dijo, sabiendo que yo me iba.
Tenía la voz algo rota y en ese estero tibio de sus ojos comenzaron a volar las primeras aves migratorias.

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