Hasta la vuelta


"Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable"
-Joaquín Sabina-


Voy a caminar unos días en el pasto, descalza. Voy a salirme de los caminos estrechos, tengo una sobredosis de melancolía y de cansancio, creo que lo mejor es largarme por un rato, no tengo idea del tiempo, las horas pasan lentas ante mis ojos, sin embargo en el calendario pasan como pájaros.

Salud, amor y paz en sus corazones.
Un abrazo grande para todos y hasta la vuelta.
Patricia.

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Barredor de nubes

Este cuento se lo dedico a un barredor de nubes.
A Dientitos de leche con todo mi amor, porque un día que mi cielo estaba repleto, él con este regalito de alas y crayón me devolvió la sonrisa.
A todos aquellos amigos con quienes comparto este cielo día a día y que tienen un niño barredor de nubes por dentro porque con sus detalles simples en las letras o sus gestos de cariño, tantas veces me han hecho ver el sol.
En especial se lo dedico a mi esposo y a mis hijas, por el apoyo que he recibido de ellos todo este tiempo.


Amor y paz en estas fiestas, ese es mi deseo para todos.
Pato
Barredor de nubes
Había una vez un pueblo que quedaba muy cerca del mío, pero que casi nadie lo conocía.
Yo sí, porque era viajante de comercio, vendía conservas dulces y saladas. Panteones, rosca de reyes, turrones, mantecol con nueces, confituras, maní con chocolate.
De la mejor calidad, eso sí.
En ese pueblo las fiestas eran cada vez mas tristes y mas solitarias, yo no sé porqué seguía yendo, tal vez por costumbre.
Porque en verdad no había mucho que festejar.

Nunca fue un pueblo turístico, pero ya no iban ni vecinos, ni familiares, ni amigos, y de su gente y sus paisajes se conocía cada vez menos.
Ya no salía en los mapas, porque estaba cubierto por nubes.
Pese a la humedad que reinaba en el cielo, abajo todo se había ido secando con el tiempo.
Yo iba poco, porque ya casi no compraban mis mercancías, pero de tanto en tanto iba y ese Día de Reyes me encontraba allí.

Todo empezó un día, hace mucho, mucho tiempo atrás.
Yo todavía era joven.
El cielo se llenó todo de nubes en pocas horas. De una punta a la otra, de izquierda a derecha se hizo un techo de nubes que nunca se llovieron.
Quedaron como apelmazadas allí arriba.
Y el sol nunca más se vio por aquellos pagos.
Las flores y los árboles con frutas se fueron secando.
Los campos se volvieron páramos oscuros, como las miradas de la gente, igual que los negocios del pueblo, que de a uno fueron apagando sus luces, cerrando sus puertas, porque no había mucho para vender, ni gente que quisiera comprar.
Sus habitantes poco a poco se fueron marchando porque la vida iba perdiendo el sentido.
Los pocos pobladores que amaban profundamente esa tierra, eligieron vivir como se pudiera y morir en ella sepultados bajo las nubes si era necesario, pero sus caras se fueron volviendo tan pálidas, que parecían lunas flacas y sus manos sólo construían barcos.

En la plaza del centro se acumulaban montañas de barcos, siempre imaginando que el día que lloviera podía durar años y tener asegurados centenares de barcos les mantenía la tristeza tranquila y así pasaban sus días. Por la mañana construyendo esperanzas de madera y por las tardes se sentaban a mirar el cielo encapotado por esa pena húmeda que los había ido tapando.

Un día el único hijo del peluquero que aún vivía en el pueblo, sentado en la silla, mientras su padre le hacía su corte quincenal, le preguntó que porqué él no iba con los otros a construir barcos a la plaza.
Su padre le dijo que no sabía construir barcos.
Y el niño, con razón, le pidió que aprendiera, porque tenía muchas ganas de conocer el sol.
Que ya no quería verlo en figuritas.
Y su padre no tuvo más remedio que contarle su plan secreto que venía pensando durante los últimos años. Entonces le pidió su ayuda incondicional para poder llevarlo a cabo.
Con los ojos repletos de asombro el niño escuchó a su padre contar paso a paso lo que tenía pensado. Cuando terminó, le pareció (al niño) que era un disparate, pero al darse cuenta del brillo desconocido que había en los ojos de su papá, que ya empezaban a tener arrugas; cuando escuchó el entusiasmo de esa voz que casi se estaba extinguiendo y cuando vio que las manos que durante años no hicieron otra cosa que cortar cabellos, se movían ahora como las de un titiritero, le creyó.

Después lo llevó (el padre) a la piecita del fondo que estaba llena de cajas y le mostró su contenido.
El niño pegó un grito de horror y su padre le dijo que no se asustara, que nada más eran inofensivas trenzas de pelo.
Yo no sé hacer barcos –le dijo- pero tengo una facilidad para las trenzas que ya llevo metros y metros y metros, pero aún faltan muchísimos mas para lo que yo quiero conseguir.
El niño del pueblo cercano al mío, le preguntó que cómo podía ayudarlo.
Y su padre le dijo, que le enseñara a remontar barriletes, que él ya se había olvidado.
No entendió mucho qué tipo de ayuda sería esa, pero el padre le dijo que en el momento se lo explicaba, que esta noche debían acostarse muy temprano porque mañana tenían que madrugar.

En efecto, cuando cayó la tarde el niño y el padre, que habían pasado todo el día haciendo trenzas de pelo, se fueron a dormir con una sonrisa en sus caras de luna.
Que esa noche parecían lunas llenas.

Al amanecer los dos saltaron de la cama, apenas escuchar el canto del gallo. Se vistieron, tomaron un chocolate caliente, se calzaron sus mochilas y cargaron la furgoneta del peluquero con todas las cajas llenas de trenzas.

Partieron rumbo a las afueras de la ciudad.
Era mejor empezar por allí.

En pleno campo, niño y padre comenzaron a remontar barriletes con ovillos de trenzas tejidas, que apenas llegar a las nubes se quedaban pegados a ellas y desde abajo el padre le explicó que fueran envolviendo cada barrilete con retazos de nubes hasta hacer enormes copetes de algodón y como por arte de magia el cielo se fue limpiando.

Esa mañana cuando los pobladores abrieron los ojos, todo tenía un color y un brillo que ya casi habían olvidado

Había regresado el sol.

A esa hora, por la carretera del sur, un niño y su padre llevaban atados en su furgoneta, ramos y ramos de nubes que iban dejando por cada casa, cada campo, cada negocio que encontraban reseco en el camino.
Finalmente con los copos de nubes que quedaron los llevaron a la plaza, e hicieron un lago de algodón y un muelle donde amarraron los barcos.

Esa misma tarde en la ciudad se hizo una gran fiesta para ver el atardecer y el peluquero y su hijo fueron agasajados por la gente del pueblo.
Los pocos que quedaban salieron a las calles con mesas y manteles blancos y sillas y acordeones y vinos.
Yo que me encontraba allí, en un hotel que se caía a pedazos, me sumé a la fiesta con todos los dulces que llevaba en mi valija para vender. Panteones, roscas de reyes, turrones de almendras, confituras, mantecoles, maní con chocolate, todo cuanto tenía lo esparcí sobre las mesas.

Era medianoche cuando me puse a mirar el cielo, mientras los demás bailaban. A mi lo del baile nunca se me dio, entonces me puse a contemplar aquél espectáculo del que era espectador casual. Y con los ojos asombrados de ver estrellas en aquél lugar, vi cruzar por el cielo a los Reyes Magos. No dije nada a nadie, porque le iban a echar la culpa al vino y a una costumbre mía, que decían que yo tenía.
Que era la de contar puros cuentos, pero aquí donde me ve, yo le digo que los vi bajar en la casa del único niño que quedaba en el pueblo.

Era en los fondos de la casa del peluquero.





A todos , gracias por hacer mas fácil la vida.





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Escarbando



Me eternizo sobre unos versos mal trazados.
Ya no escribo, escarbo.

Camino por tus manos dejando surcos ampollados, me tiro de la cornisa del piso más alto para volar un rato con alas prestadas por Dientitos de leche.
Estoy a salvo.
Soy un pájaro de medianoche, con una herida incurable en el costado y cien vidas en el bolsillo izquierdo donde guardo la llave de una puerta que amo.
No supe cómo.
El bolsillo se ha rasgado, la llave se ha perdido y mis plumas tienen frío.

Aunque aquí es verano.

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En gris


De pronto surge algo que se vuelve nube.
Se opaca todo.
Ves en gris.

Después, muchas palabras ciempiés escapan del nido. Caminan impiadosamente durante la noche por los laberintos de siempre hasta juntarse y formar una tormenta que termina cayendo, derramada en versos, sobre un techo de zinc a las tres de la mañana.

Poco importan el después y los versos nacidos en ese páramo incierto, que despierta el eco de no ser.
Sólo raspa esa nube caminando en las arterias, buscando estacionamiento, dejándote sin color.

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Un cuento mío


Ya dije quién contaba un cuento.
Eso fue alguna vez
porque recuerdo que fue cierto.
-Jaime Sabines-


La primera vez que robé, me pescaron.
Todavía recuerdo los ojos de mi víctima. Eran negros y redondos como cascarudos, pero de un tamaño demencial para aquél rostro. Que parecía una cara normal al principio, sino no me hubiera animado, pero cuando me vio sus ojos comenzaron a crecer casi hasta escapar de sus órbitas y me miraban con toda la intención de venir a cortar mi mano.
La víctima no dijo nada, sólo me sostuvo la mirada un largo rato, como cinco horas o algo así. O tal vez fueron dos años y no recuerdo bien.
El tiempo se detuvo en aquél acto.
Yo no me declaré culpable de inmediato, tampoco me dí por aludida. Me senté sobre el objeto robado y mi mano.
Mi padre siguió con la compra del mercado y una vez que terminó me quiso bajar del cajón de manzanas verdes.
Grand Smith, se llaman hoy.
En ese momento para mi fueron algo desconocido, mágico. Nunca había visto manzanas de ese color verde brillante como si estuvieran recién barnizadas.
Para mi las manzanas eran todas rojas.
Y me quise quedar con una.
Incluso ya la había mordido y no me había gustado, pero me la quería quedar igual, de recuerdo.
Mi padre luchaba conmigo que estaba agarrada al cajón de manzanas como una garrapata y la víctima se fue acercando, con los ojos desmesurados.
Me dijo que le diera la mano.
Se la di.
La otra me dijo.
Tardé un ratito y le di la otra.
Me estaba hipnotizando.
Ahora se me baja despacito de ahí arriba.
Eso rompió la hipnosis.
Me negué bajando la cabeza.
¿Se va a quedar a vivir arriba del cajón? Me preguntó Ojos de lechuza, mientras mi papá no sé porqué se reía si yo estaba a punto de ser llevaba presa.
Con la cabeza mas baja todavía le dije que si.
Mi victimario le preguntó a mi papá a cuánto se podía vender una nena enojada y con trompa de elefante.
Mi papá hizo un cálculo estimativo y el señor le dijo que era muy muy caro. Entraron a regatear el precio.
¡Mi papá parecía dispuesto a venderme!
¿Y una nena bonita con una manzana mordida cuánto puede salir? Preguntaba con saña el malvado Ojos de lechuza.
Mi padre redobló el precio.

Mi corazón no daba más. Mi destino se estaba por decidir de un momento a otro. Encima Ojos de lechuza ahora me veía bonita. Me iba a vender en el mercado como una fruta exótica traída de algún país de oriente. Se iba a hacer mas rico conmigo que con las manzanas verdes. Me iba a comprar una señora o tal vez me quisieran comprar dos o tres y me tuvieran que partir en mitades. Me iban a llevar a sus casas y me iban a cortar en pedacitos y mezclar con azúcar y me iban a hacer dulce de fruto extraño de país remoto para regalarles a sus vecinas y hacerlas morir de envidia.
En ese momento en el que me vi metida adentro de un frasco con los ojos mas grandes que los del señor lechuza, me bajé del cajón de manzanas y salí corriendo, olvidando la manzana mordida.
Zafé de la cárcel por poco.
La primera vez que robé, tenía cuatro años y allí terminó mi carrera delictiva.

Alguna vez compro manzanas verdes para hacer un pastel o la ensalada waldorf que siempre hago para las fiestas y recuerdo patente esta historia.
Fue en Mar del Plata y yo tenía una bikini roja con rayitas blancas.
Me gustó contarlo.
En especial estos días en los que pensarlo a mi viejo, es como tenerlo un poco mas cerca.

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Pétalos de sal



Ya no hay palabras con luz.
Sólo pétalos.

Tiernos y pequeños pétalos de sal
en el túnel de mis manos.
Y da pena verlos partir así,
cuando queriendo decir tanto
han de morir ahogados.

Y yo

me siento en el borde
de los perdedores

Apenas hablo.

Nada mas los veo pasar.

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Invisible





Secreto.
El que rompe tu mirada
posándose sobre los peldaños de las escaleras
que conducen a los patios del fondo.

-Allí-
donde se dibuja una silueta
cóncava
doblada sobre sí
albergando en su centro
un mundo
poblado de silencios.
Sólo tus ojos
adivinándola
entre las sombras
la hacen cierta.

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...






















Languidece un color en tu mirada
Se marchita un sueño que mirás de lejos,
de tiempo atrás.

Inmemorial.

Como cuando la tarde se acaba.

y te encarcela los ojos a su horizonte púrpura
y la sangre se espesa
y camina lenta por tus venas

De alguna forma el fuego líquido está empezando
a enfriarse
y tal vez esté comenzando el olvido en alguna esquina intransitable.

Remota.

Donde todos los semáforos lloran en rojo
y los paraguas no se abren.

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Un eslabón para tus ojos huérfanos


Me veo a mí mismo para siempre
bajando las
escaleras
abriendo la puerta
yendo hasta el buzón
y encontrando
todas esas
propagandas
en las que
tampoco
creo.
-Charles Bukowski-


Otra vez me estás mirando así.
Tenés los ojos vacíos y hundidos, como sin manos, como sin abrigo, como sin caricias. Ya te olvidaste lo de ayer.
Otra vez hay hambre en tu mirada y necesidad de que mi voz te hable, despacito.
Ya no sé ni cómo contártelo otra vez.
Te lo conté mil veces.
Ya se me termina el ingenio.
(Y entre nosotros)
A veces hasta las ganas,
pero…

Te escucho a vos, ronronear sobre lo mismo y dar vueltas sobre lo mismo. Y me quedo en silencio, intentando buscar dentro de mí algo que aún no te haya dicho.
Entonces escarbo en los pozos de la memoria. Escalo montañas de arena en mi imaginación buscando algún detallito, Subo escaleras de goma de mascar, a ver si allí encuentro algo que sacie tu avidez.
Ese trocito de relato que aún no había encontrado y te lo cuento.
Y por hoy, tan sólo por hoy, te cambia la expresión.
¡Ah!, decís, dejando escapar todo el aire que tenías guardado.
Algo de tranquilidad te vuelve al rostro, las manos dejan de temblarte y tus ojos se cierran calmos mientras te inclinás hacia atrás en el sillón.
Algo sucede en ese momento.
Algo maravilloso sucede que no alcanzo a comprender.
Ese nuevo eslabón en la historia que cada día te invento, te lleva a un sitio de luz, que dura unas pocas horas, porque mañana, en algún momento del día, vas a volver a mirarme así.

Con los ojos huérfanos.

Y yo voy a desesperar como siempre.
Mientras hurgo en los bolsillos del jean, en las carteras que no he vuelto a usar, en el tapado gris que me queda grande, en las esquinas del barrio viejo, en el cajoncito de la mesa que está arrumbada en el cuartito.
En las cajas de zapatos que guardo por las dudas, en el contorno de los ojos que no me miran como yo quisiera, en los pasos que voy dando cuando parezco que camino sola.
Y tal vez -con suerte- encuentre otro eslabón para contarte.
Ese es mi desafío de cada día.
Enfrentarme a tus ojos huérfanos.
(viéndome a mi misma para siempre, hablándome...)

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Corazón de chocolate


Caprichos muy despacio dichos
entre la penumbra
de un suave interior.
-Sandro-


La amaba calladito la boca.

Tal como la odiaba.

Le sucedían las dos cosas a la vez. Nunca triunfaba la una sobre la otra. Siempre iban amor y odio a la par. De la mano. Como entrañables amigos.

Amaba de ella su cuerpo. Y se lo decía con los ojos desbordados, con las manos húmedas apretadas entre sí. Con la boca cerrada y los dientes apretados. Amaba sus labios finitos que ella intentaba disimular ampliándolos con lápiz labial. Amaba sus piernas gordas que ella cubría con faldas largas estilo hindú y él espiaba cada vez que ella subía la escalera. Eso lo excitaba tanto que por momentos se olvidaba del odio, y la amaba con locura, pero enseguida le volvía el rencor. Cuando la veía bajar con algún hombre, cualquiera le daba igual, porque ella pasaba delante de él sin verlo, sin saludarlo, sin darse vuelta ante sus demenciales latidos.
Ahí la odiaba intensamente. Y se lo decía en silencio. Mordiéndose los labios. Tragando saliva amarga con palabras sucias. Maldiciéndola. Olvidando lo que estaba haciendo.

Desconcentrado.

Aturdido.

Vivía ese amor y ese odio desde hacía tanto que había perdido la cuenta.
Se sentía un ridículo en su tormento.
Agotado.

Un día tomó coraje.
Era el día de los enamorados y quiso tener un amor. Desde la mañana se sentía especialmente romántico, venía caminando por las calles y cantando Penumbras de Sandro.
Su canción favorita.

“Tu boca, sensual… peligrosa
tus manos, la dulzura son
tu aliento, fatal fuego lento
que quema mis ansias y mi corazón”

Le había comprado un corazón de chocolate envuelto en celofán plateado.
Era grande, casi como un corazón de verdad.
Era febrero y hacía calor.
Ella y sus faldas largas llegaron junto con él a la puerta de la oficina. Coincidieron en el ascensor por primera vez en la vida.
Él comenzó a temblar, sintió pánico y tocó su corazón de chocolate. Estaba blandito. Era el momento ideal.

“Dáselo” “Dáselo” “Dáselo”
Se dijo con aterrado fervor.

¡Ahora!

No supo cómo de pronto tuvo el corazón de chocolate sostenido con firmeza en la mano derecha, frente a los ojos de ella.
Ella miró el papel plateado y los ojos de ternera de él.
Acercó su mano al papel y lo desenvolvió despacito sin dejar de mirarlo, y sin dejar de mirarlo, le mordió el corazón.
Sin soltarlo, con el chocolate amarrado entre sus dientes, se lo acercó a su boca.
Lo mordió él.
Una vez y enseguida dos veces mas y ella tres mordiscos y él cuatro y ella con la boca mas grande dos bocados de golpe y él mordió su labio finito y sintió que tocaba el cielo con las manos.
Ella tocó la traba del ascensor y frente al espejo aplastó su boca de chocolate, su boca enorme y se levantó las faldas.
Él tocó con fuego en las manos sus piernas gordas, se agachó y las besó llenándolas de chocolate blando, derretido de amor escaló ese cuerpo glorioso hasta llegar a la cumbre.

Después el chocolate terminó.
Ella se acomodó las faldas, destrabó el ascensor y se perdió por uno de esos pasillos que siempre la tragaban.

Él no pudo decirle nada de su amor.

Ni siquiera cuánto la odiaba.



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Reverso


“Mirar toda la fiesta de afuera,
buscando la emoción verdadera”



He caminado la ciudad y el teclado
y todo me ha dado la espalda.
Hay escondido algo en sus esquinas y en sus descansos
escurriendo la visión de mi tercer ojo.

Lo siento aquí en el reverso de mis manos.
Es diciembre.

Un borrador de huellas
Un cegador de luciérnagas
Un umbral mudo.
Es todo lo que hallo.

Ha desaparecido el rincón donde se fundían las luces y las sombras.
El misterio de lo que es no, se me quedó pegado.
Clavado en la frente.
Como un sello.
Y yo camino sobre palabras y veredas rotas
aprisiono el desencanto en la garganta
que se resbala lento
y deja que las manos en los bolsillos
encuentren nada más que agua.

-Y nada menos-


“Estoy tocando aquella canción
que no es mi canción
ya ves no tengo nada que hacer en esta función”
-Serú Girán-

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Dulce de recuerdos.


Necesito alguien
que me emparche un poco
y que limpie mi cabeza
que cocine guisos de madre
postres de abuela
y torres de caramelo.
-Sui géneris-

El día está ideal para trasladarse.
Por eso yo pico frutas maduras que compré especialmente para hacer dulce.
Damascos que se deshacen solos y frutillas.

En realidad yo vivo de traslado en traslado. Aquí mismo, sin moverme demasiado viajo por mundos infinitos.
Entro, salgo, me quedo un rato.
Investigo. Alucino. Me desintegro. Vuelvo a tomar forma.
Vivo allí o creo que vivo, que es lo mismo.
Doy vueltas, cambio de color, me desarmo y me hago dulce.

Pero hoy, que está nublado y que la mañana tiene cierto encanto bucólico, he decidido trasladarme de verdad y ser mi abuela.
Y hago un dulce que huele a un tiempo que se fue hace mucho. Mi abuela no tenía balanzas. Yo tampoco, entonces mido a ojo.
Una taza de azúcar, por una taza de fruta picada. Dejo macerar, mientras escribo esto y también mientras escribo enciendo el fuego y pongo la cacerola dándole un hervor fuerte al principio. Cuidando que no se queme, para luego bajarlo a fuego mínimo y revolver hasta que espese.
Que para eso pasarán mil años, mientras juego a ser mi abuela.

Cuando hablo de mi abuela, me refiero a la española. Mi abuela paterna, porque también tuve una abuela italiana, la mamá de mi mamá, que no conocí. Murió poco antes de que yo naciera, pero esa es otra historia que aún me debo.
La española, que fue mi única abuela y que era menudita y tenía toda la cabeza blanca de canas con dos peinetas y una sonrisa hermosa, hacía unos dulces caseros con fruta de sus árboles que eran mi perdición. Mis primas y yo juntábamos los higos. Nos comíamos las brevas que son los higos gigantes y los más deliciosos y con el resto corríamos a la cocina de mi abuela, para que hiciera el dulce. También recolectábamos ciruelas rojas y amarillas, en cantidades industriales trepadas de los árboles o las recogíamos del piso.
Aquella cocina de mesada blanca se llenaba de frutas enseguida. Era pequeñita y tenía una puerta de dos hojas que daban a un patio de ladrillos y parras donde éramos felices.

Miré mi patio y era un poema sin escribir, como aquél otro patio mío, viejo. El mío, el de ahora, estaba ahí dibujado sobre el césped. Los pétalos del jacarandá durante la noche hicieron un manto redondo y lila. Mas atrás las glicinas que entraron a descontrolarse y por un momento quebraron el romance de mis ojos, haciéndome pensar que debía llamar urgente al jardinero. Y las rosas como esperándome.
También el jazmín peruano que cuelga en cataratas blancas y la madreselva y su perfume que me regalaron mis tías. Ellas ya no están en esta tierra, pero sus plantas sí y me siguen dando flores.
Es como verlas sonreír cada primavera.

Yo cada tanto revuelvo el dulce con una cuchara de madera, como revuelvo los recuerdos. Va queriendo. Van tomando cuerpo recuerdo y mermelada. Entre lo escrito y lo que flota sin poder ser dicho, revuelvo.
No detengo mi mano, ni mi pensamiento.
Revuelvo y escribo.
Mezclo entre las frutas un silencio de mañana que recién empieza y los pájaros en mi jardín están de fiesta. Doy vueltas con la cuchara en ese fondo rojo y espumoso, repleto de burbujas calientes, atrapando al fin el aroma de mi infancia.
Yo quería ser mi abuela, trasladarme a sus manos y a ese temperamento suyo, que la hacía tan enérgica y tan fuerte, siendo pequeñita.
Y no he podido.
Me he trasladado a esa niña que fui, que corría por esa galería cargada de frutas y con las rodillas todas raspadas y los pelos endemoniados.
Quería ser mi abuela y que el dulce me saliera tan rico como a ella, pero ahora mismo soy una niña que se tiene que parar en puntas de pie para ver el dulce que hace “blooop-bloop” y revolverlo con muchísimo cuidado para no quemarse. Que no puede dejar de jugar a la cocinera de antaño. Que prepara frascos para esterilizarlos y que sueña con despertarse mañana por la mañana y untar ese manjar en el pan recién comprado.




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Algo bonito


"Aunque te abraces a la luna
aunque te acuestes con el sol
no hay mas estrellas que las que dejes brillar"

Lo encontró sin consuelo en la mitad de la escalera con los ojos fijos en un juguete roto.

Unas perlas de cristal le bañaban las mejillas y ella no supo cómo abrigar aquella pena. Se sentó a su lado en el escalón que tenía marcado con crayón su nombre y se quedó en silencio, prolongando un abrazo largamente esperado.
Y entre los dos, un poquito con esas lágrimas que se volvían espesas, otro poco con palabras encontradas en el fondo de un alma inquieta, algunos gajitos de mimos recolectados en un jardín cercano y con muchísima imaginación lograron recomponer lo que se había roto.
Desde luego el juguete ya estaba quebrado y se notaba, pero ese momento en que los dos buscaron el modo de reconstruirlo, el momento en que hicieron los intentos y se rieron de sus torpezas a la hora de pegar pedacitos rotos y ver que el juguete se convertía en un monstruo de dos cabezas.
Ese instante de encuentro fue como un gran hallazgo.

Tal vez lo mas importante que sucedió aquella tarde, en la escalera que conducía al cielo.



"No estés solo en esta lluvia
no te entregues por favor
si debes ser fuerte en estos tiempos
para resistir la decepción
y quedar abierto mente y alma
yo estoy con vos"
-Serú Girán-
*Esta es una vieja entrada a la que le guardo un cariño muy especial, hoy la he vuelto a subir, porque necesitaba regalarle algo bonito a un niño que quiero mucho.

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Cinco escalones y ninguna flor


¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?
-Baldomero Fernández Moreno-

Cinco escalones y diez pasos me separan de ellos.
Desde la oscuridad observo y los veo adentro, como esperando. Están amontonados en el pasillo, mezclados entre sí, entrelazados y confusos.
Les ha crecido el musgo.

Lo que si veo claramente son sus ansias de mí, porque en medio de la noche veo el brillo de sus ojos. Las formas redondas de sus bocas, sus manos estiradas, las puntas de sus dedos y sus uñas largas.
Buscan alcanzarme, pero no salen del todo. Se quedan en esa penumbra quieta de las paredes de medianoche, se mecen entre la escasa luz de la luna y la poca visión mía de estos días.
Deseo sus rondas.
Les temo.
Las busco y luego escapo.
Es un juego de seducción que me enloquece.

Son como rayitos efímeros de luz los personajes que me habitan. Se sostienen en el aire y hacen de las horas largas un puñado de ilusión y de reclamo.
Como mucho, asoman la nariz.
Tienen la valentía de un alfiler.
Sin embargo arrullan estas locas ganas y me dicen, con esa conocida melodía de arrabal que tienen cuando se vuelven pretenciosos, que los cuente.
Que agonizan.
Que las sombras no son para siempre.
Que las puertas suelen perder las llaves.
Que sus voces se apagan si no les presto la mía.
Que sus vidas penden de hilos que sólo yo puedo ver y contar, porque habitan en mí.

Y yo me quedo de este lado, flaca, doblada sobre mí, con los ojos hundidos esperando que se mueran de una vez por todas y me dejen en paz o que esa vida oscura que tienen se convierta en luz de día y me invada por completo hasta poseerme y caminen con mis pies y respiren de mi aire y tomen la forma de mi risa o el color de mi llanto.

Y yo sea nada más que su calle de piel, mis huesos su puente, la sangre que bombea mi corazón su tinta para salir de esas sombras.
Yo, su hacedora de vida.
Su instrumento.

¡Ay de mí, si pudiera con ellos!
Parafraseando un poco a Baldomero Fernández Moreno que tenía setenta balcones, yo tengo cinco escalones y ninguna flor.

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Ayer


Tengo cada insensatez, y me puedo equivocar,
si pudiera mataria por cinco minutos mas...!
-Andrés Calamaro-


Por un espacio de tiempo que no pude medir, detuve el mecanismo que moviliza los fantasmas.
Y hubo luz en el alma.
Ese descubrimiento, me pareció una conquista sobrenatural.
Adueñarme por un rato de ese territorio tomado por ellos y mandar allí. Abrir las ventanas a mi antojo, dejar que se renueve el aire, correr las cortinas pesadas, quitarle el polvo a los estantes, tirar a la basura esos papeles que no dicen nada.

Estaba fascinada y me detuve.
A respirar.
No es que no quisiera seguir adorando poder vivir ese momento de libertad, sólo quiero asegurarme.
Y no olvidar.
Además de que es necesario dar dos vueltas de llave hacia la derecha, caminar mirando para el frente, dar un medio giro hacia la izquierda y sacudir varias veces la cabeza como diciendo que no.
Andar atenta.
Es muy importante recordar cómo se atan las puntas de los ojos, cómo se cosen las bocas en los trapos viejos, cómo se trepan las bellezas por las paredes y se sacuden los instintos en los rincones de los pasillos.

De eso tengo que estar bien segura para la próxima vez.

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Después vinieron días de misterio y frío
como todos los demás.
Lo bueno que tenemos dentro es un brillante
es una luz que no dejaré escapar jamás.
-Fito Paez-

Un tren improvisado y repleto de ojos se ha detenido en el andén de los que pasamos horas tejiendo con las manos frías bufandas de pensamientos apretados.

Dejé mi tejido en un banco y me subí corriendo.

Sin pensarlo dos veces me subí.

Ahora viajan mis ojos aplastados a una ventanilla veloz y en mi estómago una montaña rusa me dice que estoy viva.
Veo panaderos que vuelan en el aire y se confunden con las mariposas.
Atrás, mas atrás del traqueteo del tren, en un fondo de paredes chorreadas de pintura aguada, me cuentan los ladrillos historias suburbanas.
De esas que después dan ganas de tejer en punto arroz o santa clara.

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Desvelo



Cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré
con un poema y un trombón
a desvelarte el corazón.


Es todo tan caótico en su mente, que el vuelo de la cortina, dejando entrar el aire cálido de noviembre es como una caricia y le provoca una paz infinita.
Desde lejos los ojos se acercan casi hasta el borde del balcón y miran para afuera. La luz de la cocina de enfrente está encendida y son las doce de la noche en el reloj de la sala. En el silencio de la noche se escucha el ascensor que se detiene un piso mas abajo y cierto temblor se adueña de ella.

Él ha llegado.
Ahora va a prender y apagar dos veces la luz de su ventana y desde la cocina de enfrente también la luz se va a apagar y encender dos veces.

Si agita y entra a correr de una ventana a otra para ver cómo juegan con las luces.
Descalza por la casa va y viene con el corazón atolondrado.

Los tiene estudiados.
Los espera como si ella estuviera en juego en ese romance de ventanas.
Los espía y desde su soledad de cortina de voile, fantasea con la idea loca de un amor de veredas y calles y puertas y pasillos y ascensores púrpuras.
Los dibuja en su mente, los colorea con los ojos entrecerrados, abre la puerta de su departamento y por una rendija intenta aguzar su oído y es feliz cuando escucha los pasos multiplicados. Cierra la puerta y corre a la cocina, toma un vaso y se tira en el piso de su habitación con el vaso apoyado en el oído.
Escucha todo.
Clarito.

Sueña con los primeros besos.

Sueña cuando los escucha bailar.

Sueña cuando los imagina flotando en el aire del departamento de abajo.

Sueña cuando los ve estirados como de goma.
Larguísimos y circulares y de colores y subidos en nubes rojas, que llueven sobre una ciudad gris. Una ciudad mínima.
Llueven sobre casitas sin pintar, sobre techos con tejas rotas, sobre paredes descascaradas y jardines con flores mustias. Llueven y las calles se inundan de una sangre tibia, mezcladas con hojas secas y con sapos que saltan asustados de una vereda a otra.
Llueven sobre trenes que cortan la ciudad en mil pedazos y sobre vías flacas.
También sobre un puñado de solitarios y los deja rojos y mas tristes, mirándose las manos como si hubieran convertido un crimen reciente.

Dormida con el vaso injertado en la oreja y amanece así a mitad de la noche, se da cuenta que está un poco loca y no le importa.

Mas que loca, está muy sola, casi como una casita gris debajo de una nube roja.



“Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión;
y a vos te vi tan triste... ¡Vení! ¡Volá! ¡Sentí!...
el loco berretín que tengo para vos”

-Piazzolla y Ferrer-

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Muelle

Taciturna
en su rincón de cuero seco,
yace por horas mirando un horizonte percudido.
Ya se ha limpiado todas las heridas con su lengua de yeso
y se ha bañado en un caldo de cultivo
donde crecen flores estancadas.

¿Qué mujer de musgo se consume
en esta inquieta fugitiva de la noche?
¿Qué mujer me queda?


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A puertas cerradas


“Luego ...
tu piel como de nieve,
y en una ausencia leve tu pálido final”
-Homero Manzi-


Es primavera y afuera en la ventana mi jacarandá, me despierta cada mañana vestido de azul y durante el día deja caer una cortina de pétalos que deberían tenerme los ojos maravillados y apenas paso y lo miro y le pido disculpas por no saber cómo responder a tanta fiesta.

Entonces me digo, que no importa, que ya se me va a pasar.
Me esfuerzo por inventar otros mundos.
Y escribo sobre ellos y no sé cómo explicarlo mejor, pero es como si poco a poco esos mundos se me fueran cerrando. Primero uno baja una persiana americana y sigo espiando por las mirillas, después desde adentro alguien apaga la luz y escribo desde las tinieblas hasta que ya no veo nada.
Me voy de ahí.
No puedo escribir sin ver.
Entonces camino y encuentro una puerta entreabierta, pero se me cierra en la cara, se me aplasta contra la nariz y yo quedo del lado de afuera, con la puerta pegada a los ojos, a la boca, atragantada en mi garganta.
Y lo que escribo tiene pedazos atorados de madera, clavados en el túnel de mis venas y termino abandonando todo intento.
Pasan las horas y busco en los caminos conocidos y hasta en los que nunca caminé, ese mundo que me lleve de la mano a algún paraíso secreto y todas las calles están cortadas. El único puente que me llevaba a mi refugio predilecto tiene cartel de clausura y siento que me estoy perdiendo.

Siento que no sé salir a buscarme, ni salir a buscar más esos mundos donde habitaba mi fantasía.

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Otra vez en la vía


Lo visible es un adorno de lo invisible.
-Roberto Juarróz-



Se vistió de rojo y se fue.
La perdí de vista cuando se confundía con una multitud de autos indiferentes a su paso y la tarde se volvía del color de su vestido.

Yo entré a su habitación cuando todavía quedaban restos de su perfume flotando en el aire. Y un pañuelito arrugado me dijo que tenía lágrimas de la noche anterior guardadas en su seno. Ese refugio abollado sobre la almohada estaba húmedo todavía.
Después miré la mesa, estaba llena de papeles con los escritos borroneados y tachados de los últimos días.
Un lápiz con la punta quebrada, convertida en final roto, me trasmitió su rabia.
La silla vacía, hizo que me diera cuenta lo lejos que ya debería estar.

Ni abrí las ventanas, salí de un salto a la calle, a buscarla.
A traerla conmigo.
Tal vez tenga suerte y la encuentre entre las vías del tren, donde cada vez que anda perdida, me dice que se va.

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Tres rosas


"Tal vez necesite tu amor,
para mojarme los labios.
Tal vez necesite tu amor,
para barrer algún rincón en mi diario de soldado raso..."
-Quique Gonzalez-


Me regala rosas.
Tres.
Una por cada cicatriz y las deja cerca de mi,
para que las mire y me cure.
-Tiene que ser amor-
Las elige cerradas.
Una por una.
Tres veces.
Minuciosamente,
como si de ello dependiera mucho mi vida
Para que se abran mientras las miro
Para que me cuiden desde temprano
Para que no me queden dudas
Para que me dibujen alas
Y no esté sola.

Y crecen y crecen y crecen
las tres
hasta volverse árboles sonrojados en mi bolsillo.

Y mi sonrisa se hace de pétalos de sal
Y mis cicatrices toman forma de flor entre sus manos.
Tres rosas gigantes de terciopelo
rasgan sus vestidos
este octubre detenido.

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Papel


“No soy yo
quien escribe estas palabras huérfanas”
-Oliverio Girondo-


Ella
antes de cerrar
siempre habla sola.
Dice.
Nada.
Calla.
Cierra.
Cuenta.
Cosas sin importancia,
efímeros rompecabezas de hielo
nacidos para el olvido.

Después
una ciudad con llave
La luna viviendo en el espejo
como un beso estampado
de color añil.
Un corazón sin compartimentos
clavado con tachas en la pared
se raja
y provoca ese sonido desgarrador
de los papeles silenciosos.
A lo lejos
Siempre infinitamente lejos
el ruido del tren cruzando la noche
y en el cielo de su boca
un aguacero dormido
lavando el paladar.

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Peceras


-Quién sabe –dijo la Maga-.

A mí me parece que los peces ya no quieren salir de la pecera,

casi nunca tocan el vidrio con la nariz.

-Julio Cortázar-

Se estrangula el tiempo en la garganta de tus ojos, se pega tibio a las paredes de tus pupilas y desde allí se arrastra infinito cerca del vidrio desde donde me mirás un rato, como si quisieras entenderme o aprenderme de memoria.
Casi apoyás la nariz como los peces tristes de Cortázar, pero antes das la vuelta.

Y yo me quedo aquí, sentada en el borde de esta silla, enhebrando con impaciencia un hilo por la cabecita minúscula de la aguja. Un hilo del color amargo de las almendras venenosas, por donde me dejo caer, igual que caen los pétalos distraídos en las tardes, igual que caen los rayos de sol en los andenes que ya no volveré a viajar.
Igual que cae sobre mis labios el salitre que deja tu espalda, cada vez que te vas.

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Desierto


“De golpe sus desdichas
se presentaron ante su pensamiento: no se muere de dolor,
o hubiese muerto en ese instante.”
-Stendhal-


Me pudo la fiebre.
Me quemó la cabeza con todas las ciudades que tenía por dentro. Las vi arder. Estando yo de pie ví cómo de una en una se fueron prendiendo fuego.
Vi correr a sus habitantes desesperados por pasillos estrechos, agolpándose entre paredes ruinosas. Lenguas de fuego los alcanzaban por detrás y ellos también ardían.
Sin poder moverme, sólo miraba cómo todo se retorcía y se reducía rápidamente a montañitas de cenizas.
Hubo un gran llanto después, como un tsunami y barrió todo ese mundo que vivía en mi cabeza. Un mundo hecho de casitas blancas y techos de barro y calles y sillas apiladas en las puertas de los bares. Un mundo de autos viejos, oxidados y con asientos rotos, con puertas traseras que se abrieron para que hiciéramos el amor y después la tierra sepultara margaritas. Hubo escaleras y aviones detenidos y tazas vacías y ojos ciegos.
Y pájaros picoteando manzanas en los árboles.
Todo ardió, bajo mis párpados extenuados, bajo mi inmovilidad y mi marea de fuego.

He pasado horas aciagas, he delirado durante la noche y la madrugada trajo algo de luz. Ya no tengo fiebre, ahora sólo queda un desierto de arenas negras y un viento que después de un rato parece gemir de tanto girar por mi cabeza.

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Intento de nube


"¿Si intentara una nube
Una pequeña nube,
modesta
cotidiana
transprotable,
privada?"
-Oliverio Girondo-


Debería poder manejarlo como si fuera un ejercicio, pero no sé si voy a poder. Lo intento. Como se intentan las pequeñas o grandes búsquedas de tesoros.
La veo destemplada, me sonrío un poco y le ofrezco un café, algo calentito, que le quite ese frío que la vuelve mas flaca. Me dice que no, pero sin palabras, un leve movimiento de cabeza y se queda callada. Yo le acerco un chocolate, se lo llevo a la boca y ella lo aparta y se queda jugando con el papel metalizado y el chocolate se desvanece sobre la mesa, se ablanda, mientras sus manos hacen una flor con el envoltorio color canela.
Me la regala. Es bonita, parece una rosa un poco arruinada. De una mano me la pasa a la otra y la flor salta entre los dedos.
Pensá un poco en él, le digo. En sus ojos de almendra y en su voz. Le digo que su voz es como si algo estuviera raspando contra una piedra pómez y ella ríe, menos mal pienso para mis adentros y me atrevo a decirle que sus ojos padecen de insomnio y se enoja. Tiene razón en enojarse, no debí decírselo. Porque los ojos con insomnio parecen siempre a media asta y es feo. Intento arreglarlo y le hablo del color y de la mirada y de esas cosas bonitas que hacen de ella un puñado de ternura.
Sin querer veo que se lleva el chocolate a la boca y que le gusta, mientras revuelve el café y yo le canto bajito, y le acomodo la mirada en unos cerezos florecidos que hacen que todo el horizonte se vuelva una nube de algodón inflada.
Qué haría hoy por no verla así.
Tan lejana.
Sería capaz de peinarle las lágrimas o de jugar a las escondidas en el parque de aquél pueblo perdido del Oeste. Qué haría si pudiera encontrarla como me sucede en ocasiones, que le digo una palabra o dos y de pronto se sonríe y todo cambia, porque inesperadamente ella me mira desde los colores claros, donde no hay penumbras ni borrascas. Pero hoy no me mira, hoy tiene la mirada perdida allá, a lo lejos.
Sólo un intento quiso ser esto por alcanzarla y tomarle la mano antes de que se vaya quien sabe dónde. Mientras la cafetería se va llenando de gente que no importa, que no tiene nada que ver con el frío y los cerezos y con esta pena blanca.

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Intermedio

“Me saqué la ropa y corrí al océano
Buscando un lugar para comenzar de nuevo
Y cuando me estaba ahogando en las aguas benditas
Todo en lo que podía pensar era en vos”


Por un espacio de tiempo que no pude medir, detuve el mecanismo de relojería que moviliza a los fantasmas.
Ese descubrimiento, me pareció una conquista sobrenatural. Adueñarme por un rato de ese territorio tomado, que alguna vez fue mío y mandar allí. En mi casa.
Abrir las ventanas a mi antojo. Dejar que se renueve el aire viciado. Correr las cortinas pesadas, quitarle el polvo a los estantes, tirar a la basura esos papeles que no dicen nada.
Caminar pisando fuerte por esa casa mía donde supe ser feliz.
Esta casa de piel y huesos poblada de escaleras internas con forma de caracol por donde me tiro con los ojos cerrados y creo que vuelo o que aterrizo en pantanos. Mi casa con ascensor en forma de puño, enclavado en el costado izquierdo. Que me pasea por las arterias a velocidades inconstantes, dejándome sin respiración en ocasiones.
Mi casa que también es tuya, si pasás.

Estaba fascinada viajando por ahí, donde me alojo, donde vivo y me detuve en el afuera.
Mis ojos se aferraron a unas florcitas amarillas, que parecían bombitas de luz entre los árboles. Me quedé agarrada con fuerza a ese brillo entre las ramas, aunque ellas se quedaran allí sin presentirme, perdidas entre un follaje verde recién nacido y yo siguiera el viaje llevándomelas, por un camino sinuoso y angostito como cintas en el aire.





Por eso me puse a escribir.
No es que no quisiera seguir adorando detrás de los cristales cómo es la vida en esos momentos donde me siento dueña de mi, sólo quise asegurarme. Y no olvidar.
Sobre todo no dejar pasar por alto que es necesario memorizar el camino que te lleva a los momentos únicos. Y si la memoria falla, es necesario anotar pequeños pasos como por ejemplo escribir en un cuaderno “farolito chino” *. O la letra de una canción de Keane que me canta mi hija, mientras los ojos le brillan.
No olvidar que tras los cristales de esta casa mía, en algún momento se puede ver algo increíblemente bello y que eso paralice todo, incluso provoque sopor en los fantasmas y los deje inmóviles. Como embobados.

Entonces para no olvidármelo es que dejo registro de las dos vueltas de llave hacia la derecha. Y lo anoto. Que hay que caminar diez pasos mirando para delante. Y lo anoto. Dar un medio giro hacia la izquierda y sacudir varias veces la cabeza como diciendo que no. Y lo anoto.
Finalmente pasarle un paño a los vidrios empañados y mirar.
Mirar con el alma que otra no queda, con el ascensor subiendo y bajando. Mirar desde la escalera caracol interna y tirarse desde allí en picada, aunque el vértigo queme por dentro, pero siempre con los ojos bien abiertos, sin perderse nada.

Es muy importante recordar cómo se atan las puntas de esos ojos ávidos, cómo se cosen las bocas rotas en las sábanas, cómo se trepan las miserias con las manos por las paredes para poder pintarlas y de qué manera se sacuden los instintos en los rincones de los pasillos quedándose mudos.
Tengo que estar bien atenta para la próxima vez, cuando despierten los fantasmas, si es que despiertan.
Por eso escribo, para distraer al olvido.


“Así que ahora recorro el único camino,
el único camino que conozco
No hay ningún lugar a donde ir salvo mi hogar”
-Keane-
*Farolito chino: subarbusto sin hojas de color amarillo brillante u ocre, hemiparásita, que habita sobre las ramas de las lengas, ñires o guindos. Muy notorio a la distancia. Su hábitat es todo el bosque andino-patagónico.

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Descanso

Quiero saber si fue realmente bueno
o una sonrisa a cara de perro para disimular
todo lo que llevas dentro…
-Quique Gonzalez-


(Dejo mis huellas descansando en las veredas / de tus ojos /están a buen resguardo/
Escribo / graffitis en el aire / ¿Podrás leerlos? /
Araño escalones en mis arterias. / Me desangro.
Traspaso todo el cielo / paraguas-para-caídas / aterrizo en el fango)

Soy ladrona de instantes
en un desesperado intento
por salvar del óxido a mi reloj de plata.





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Geranios

No caeré.
He llegado al centro.
Escucho el latido de un reloj divino
a través del delgado tabique
carnal de la vida llena de sangre,
de estremecimientos y de jadeos.
Estoy cerca del núcleo misterioso
de las cosas,
así como en la noche
nos hallamos, en ocasiones,
cerca de un corazón.

-Marguerite Yourcenar-




Media mañana.
Y los geranios que pudieron ser azules, lilas, ocres, invisibles, despoblados están ahí.
Pudieron no haber existido, pero yo los vi y eran de un rojo aterciopelado.
Espeso como la sangre.
De un rojo atrevido que bailaba para mí, entre las puertas entornadas, de las galerías sombrías, donde a veces me pierdo. Pero esta vez se adelantaron y salieron a buscarme, para terminar enredados entre mis manos y salvarme.
Geranios carmesí completaron el paisaje de mis ojos, y apagaron la oscuridad.
Aunque no sé si estaban o me los inventé.

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Calles de agua

Una ciudad es un laberinto de agua
y yo puedo ser un barco

Llevándome.
Llevándote.

Yo no supe que podía navegarla
hasta que me hice de papel,
me doblé en partes perfectas de navegación
y salí a nadarla
por sus estrechas e inesperadas
calles líquidas.


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De trapo


“Dicen que tienes veneno en la piel
Y que estás hecha de plástico fino”
-Radio Futura-


Tal vez tengan razón y soy de trapo -cómo saberlo-.
Hasta ayer creí que, entre otras cosas, era de piel y resulta que no. Lo dicen los resultados de unas pruebas médicas. Dicen eso dentro de un sobre con palabras complicadas y escritas casi de manera ilegible, pero lo que alcancé a comprender es que soy de algodón, eso me quedó claro.
Igual pensá como yo -que hablan de mi ropa- y no hagas mas preguntas, que no tengo respuestas para eso.
Sólo sensaciones y hoy ni ganas de ahondar en ellas. Mañana tal vez hurgue ahí, pero hoy no.
Hoy paso al lado de ellas en puntas de pie, las dejo dormir un poco mas, que cuando despiertan, entran a doler como perras.
Pensá en mi piel, como si fuera papel de envolver regalos o mejor papel de diario. Repleta de letritas que perdieron el sueño, saturada de avisos clasificados, que buscan gente, no importa si son de trapo, de papel o de cascaritas de árbol.
Pensá así. Soy como papel de caramelo o como tela de cebolla que envuelve una vez y otra.

-y otra y otra y otra y otra y otra y otra-

Tal vez eso que terminás tocando después de quitar cada cáscara, es mi corazón de pasta de almendras, de menta, de cebolla, de semillas de naranjas, de puré de papas, de postre de maicena, y helado de vainilla, y de flan. O de crema de limón, de azúcar o nieve, de merengue italiano y hasta por ahí tengo suerte y sea mejor todo eso que mi piel y deje de ser importante que me hayan dicho que soy de trapo.
.

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Advertencia


Escandaloso y deshabitado corazón
estoy echando a todos a patadas
te voy a dejar solo.

Te pongo sobre aviso.

Vendrán momentos de ruinas
estarás aturdido
serás de piedra
o un bollito de miga de pan.
Morirás en llamas o inundado.

Todo puede ser.

Incluso siento que te estás partiendo
y me duele el pecho como nunca.
En pie de guerra completo incompleto.
Ordenado en el desorden.
Seguirás siendo mío
Roto
Latiendo mal
Inútil
Blando en extremo
Mío.

Así convertido en un charco de barro para saltar
O en trampolín
O en una habitación de hotel.

Debería colgar una advertencia
Algo así como
“Nunca te hospedes en él”
“Es mal anfitrión”.
Un cartel que anuncie:
“Prohibido pisar, este corazón se hunde”

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Ruido


“Luego...
irremediablemente,
tus ojos tan ausentes
llorando sin dolor”.
-Homero Manzi-



Ella ahora está sentada. Pensando.
Hasta recién fue y vino por la casa, pero ahora se sentó en la punta de la silla, como si estuviera por salir en cualquier momento y no sale, piensa.
No hace otra cosa que pensar. Es decir sí que hace otras cosas, pero las hace como al pasar, como sin querer, como por accidente o casualidad, porque en verdad lo que ella está haciendo es otra cosa.
Yo la espío, lo confieso.
No sé qué piensa, pero se que lo está haciendo por los ruidos.
Ella lava las tazas del desayuno, tiende unas ropas afuera, el viento le agita el pelo, se inclina sobre unas plantas y creo que les dice algo. Debe ser bonito, porque sonríe. Ella es capaz de hablar con las plantas, pero tanto no llego a comprender.
Lo que si hago, es escucharla. Ella no lo sabe, claro, si se da cuenta que yo la escucho, seguro que piensa de otro modo, mas bajito o en secreto o se va a la parte de arriba. Donde nadie la ve, pero está sentada ahí, casi por caerse de la silla, y la escucho.
No es el ruido de las tazas al chocar contra el agua y el detergente, ni el viento que golpea contra las plantas del patio mientras ella les dice cosas, ni el portazo que pega cuando entra.
La escucho a ella y tomo nota.
Últimamente sus pensamientos tienen ruido y cuando la tengo cerca, escucho cómo los mastica con los dientes hasta desintegrarlos, cómo los apoya en alguna zona blanda si está cansada y los deja olvidados un rato. Y se va, mientras hace esas cosas, que digo que hace, como lavar o tender o regar…
Después vuelve a buscarlos, retoma sus fuerzas y otra vez empieza a picarlos, como si se tratara de verduras, pero no son verduras.
El ruido es imperceptible, yo lo descubrí y ahora no puedo dejar de escucharlo. Ya sé, que cuando se sienta así y se queda mirando, va a empezar el ruido. Como ahora que está en la puntita de la silla, pero en verdad está más lejos. Algo de ella se escapó por la ventana, trepó los techos, algo de todo ese picadillo con ruido, terminó volando en el aire.
Entonces la parte de ella que se queda aquí, parece tranquila, sentada sobre la nada, con los ojos perdidos en un punto fijo, hace este ruido del que hablo. Un ruido casi imperceptible, pero ininterrumpido.
No es un sonido pastoso, es mas bien seco como si rozaran piezas oxidadas entre si y levemente arenosas. Tampoco parecen piezas muy grandes, sino más bien pequeñitas, pero muchas y crujientes, como si giraran en un espacio reducido sin opción a chocarse y en ese rincón de capacidad mínima estuvieran luchando por un sitio de privilegio.
El ruido pareciera extinguirse cuando ella acomoda las piezas, cuando las ordena, cuando las arrastra hacia una zona de luz, cuando las saca a tomar aire.
Y entonces hay silencio.
Hay días que no la soporto, pero me parece de mal gusto decirle que piense sin hacer ruido, si lo hace es que no lo puede evitar.
Y otros días como hoy, que la escucho y la miro y tomo nota, casi casi la comprendo un poco.
Algo es algo, pienso.
Y ella pasa delante de mi sin escucharme.

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Sin título


“Y a veces se me olvida que sólo soy espectador”
-Quique González-



La calle no tiene más que veredas rotas y autos solitarios.
Y me tiene a mí, que voy por allí, regresando. En el tercer cuadro no hay mucha luz, se ven mis pasos marcados en el piso. Se hacen a trazos rápidos unas huellas como de sombras que se difuminan hasta perderse. Dos gatos saltan por los tejados vecinos y uno queda capturado en el medio de la luna. Mis ojos lo retienen en el preciso instante en que la atraviesa para llegar a ningún lado. El gato ya se fue, sin embargo está allí, en el quinto cuadro, estampado en una luna que es todo lo que esta noche tiene por cielo.
En la esquina un hombre con un sobretodo gris tiene frío, se levanta el cuello y espera mi paso para darme calor. Sus palabras que me invitan a un paseo lunar, quedan atrapadas en un globo de diálogo. Las leo y me río. Sin que me vea me río. Lo hago para adentro cuando termino de pasar, pensando que me confundió con la heroína de su cómic y mis palabras intentando salir para explicarle, chocan contra mi paladar, mis dientes, mi lengua, mis labios. Me hacen daño y por no tragarlas a todas, escupo algo. Mi globo de diálogo se llena de grafismos extraños difíciles de interpretar. El hombre del sobretodo intenta descifrarlos, pero un signo de interrogación le brota sobre su cabeza al tiempo que yo me alejo y me pierdo en la oscuridad.
Noche de fiesta en las calles.
Noche de ronda en mis pasos.
Los árboles se están vistiendo, todo lo demás es irreal, pienso en un globo de pensamiento y paso a la última viñeta. Donde no vuelo, ni camino por las paredes, no soy la mujer maravilla ni por un rato.
Mis ropas, pegadas al cuerpo, son como de rayitas negras hechas con lápiz y a mano.

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Escribo


“Encerrado en mi torre de marfil,
la soledad del cuarto del hotel,
bajo el peso de mi propia ley perdí”
-Andrés Calamaro-


Otra vez un espiral de calles frente a mi.
Me pregunto a dónde me llevarán estas veredas roncas de arena. Me pesan tanto los zapatos, como la voz.
Serán mis pasos los que estaban esperando, seré yo quien tenía que venir a caminarlas a esta hora, cuando todo está por empezar y yo no consigo terminarme de una maldita vez.

Será este día infinitamente largo que se cuela por la rendija de mi tercer ojo y rastrilla el suelo para encontrar una pepita de oro con forma de mano.
Hablo en voz baja, preguntas simples con aires de silencio.
Si tenía que venir.
Si había alguien esperándome.
Si era acá.
Si era yo…

Y miro largamente, sin decir nada.
Las calles están abiertas.
Ya no llueve, afuera.
Los techos de mis ojos se pueden venir abajo en las próximas horas y yo sin salir de este agujero de trapo. Escribo. No hago otra cosa que escribir como una obsesa. Montañas de palabras atropelladas se escupen de mis manos.
No consigo ordenarlas en convencionales renglones, ni en los acordes del piano. El viejo está tan sepultado como yo, bajo una corteza de barro.
No lo consigo. Ni en pequeñas historias que me invento para dejarlas huir. Mi caligrafía es pésima, ilegible, mal pueden escapar de allí, quedan presas a los dos pasos, enredadas entre ellas, pobres…

Desde mi torre de cristal, miro las calles y las palabras que agonizan en este espacio blanco.
Están frías, desde acá parecen helados laberintos que se van descolgando sucesivamente de mis ojos y mis manos.

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Adentro


Lo peor es la lluvia de adentro.
La de afuera, si no es grave, pasa.
Se dibuja en círculos sobre los charcos, se deforma al golpear en las galerías.
Estrangulada y paciente baja por los caños
para chocar contra el suelo
como una música clarita de cuentagotas.
La de allá,
la que se junta en el cordón de la vereda
y convierte a mis ojos en náufragos
junto a un envoltorio de golosina
que algún descuidado termina de tirar,
de esa no me cuido.
Esa lluvia es casi un poema con filo.
Es finita,
como si le hubieran sacado punta ayer
y tímida, como de primera vez.
Aunque hace ya días que garúa.
-Adentro-
En baldes.
Sobre trapos.
Arriba de papeles de diarios que no leo.
Mojando sombreros.
Anegando fuentones donde flotan las letras como barcos.
-Adentro-
Un turbión se ha desatado.

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Un pequeño secreto


"Esta ternura y estas manos libres,
¿a quién darlas bajo el viento ? Tanto arroz
para la zorra, y en medio del llamado
la ansiedad de esa puerta abierta para nadie."
-Julio Cortázar-



Un pueblo a la orilla de una carretera secundaria, tapado por el polvo de años de sequía, escondido detrás de unos matorrales, apenas puede ser visto.
Sin embargo me sucedió que pasé por allí en mi auto, y distinguí en medio de la polvareda que levantaban unos perros corriendo, unos techos bajos.
Sin entender muy bien el motivo me salí de la carretera y de pronto me vi metida en un camino angosto, arenoso y lleno de curvas.
A los costados las cortaderas acariciaban la piel metálica del auto y sentí vibrar esos látigos fibrosos cerca de mi, pensé que llevarían años sin tocar nada más que viento y cardos volando.
Ese camino desembocó en un caserío sin pretensiones, un mísero puñado de casitas que brotaron allí como un manojo de calas. Todas del color de la tierra, todas insignificantes, todas con tus techos de paja y sus mínimas ventanas.
Nadie puede mirar por ahí, pensé, convertida en exploradora repentina.
Pude haber seguido de largo, pero algo intenso me detuvo.
Si tuviera que explicarlo, tal vez hablara de cierto escozor entre las manos, en la parte de adentro, donde los dedos se contraen como apretando algo, o en la parte central de la espalda donde se me localizó de pronto una sensación cálida y sentí el impulso de bajar allí buscando mas calor. Porque además, si alguien me preguntara, diría que también olfatee en el aire algo picante y que la extraña ausencia de sonidos me aturdía un poco.
Podría decir también que las cortaderas se tomaron de las manos cuando me vieron pasar y que vibraron, pero nadie me creería, entonces para ser más confiable, sería breve, diría algo convencional, como que había allí una vegetación interesante o algo así. Al escuchar eso se conformarían y no harían mas preguntas, pensé.
Lo cierto es que lo de las cortaderas me lo quedaría para mí.
Como un pequeño secreto, casi infantil.
Pero lo demás, lo de la puerta entreabierta y la luz que había allí dentro. La puerta de la casa que de afuera parecía pequeña, y que sin embargo adentro no tenía límites. La puerta de la casa que era difícil distinguir porque el color era demasiado parecido al suelo y a los yuyos que la rodeaban, de esa puerta tenía que hablar.
Después de haberla traspasado no podía volver si no hablaba de ella. Mas que de ella, de lo que había tras ella. De esa especie de mundo aparte que había encontrado allí, donde me podría quedar a vivir sin necesidad de nada más todo lo que me quedara de vida. Un mundo con luz propia, un interminable campo de amapolas color púrpura, allí dentro me terminó de cautivar y me dejó flotando en medio de lo que no sabría cómo explicar, eso me entristeció un poco.
Miré las ventanas desde adentro.
Estaban todas enfrentadas sin importar cuánto distaban entre sí, estaban dispuestas de ese modo con un único fin, pensé que eran para dejar correr el aire. Una brisa especial se respiraba allí. No tenía importancia lo minúsculas que fueran las ventanas, no había nada que mirar afuera, allí adentro vivía y latía la belleza.
Corté, ahora que lo pienso me arrepiento, una de esas amapolas que allí abundaban. En ese momento estaba desesperada y me quería llevar una prueba concreta de ese mundo, para poder contar dónde había estado, porque comprendí en ese instante, que de allí tenía que irme. Que ese mundo se había abierto de manera incandescente para mí, me había colmado de belleza, tanta como yo pudiera soportar, pero esa intensidad, para que dure siempre, debía terminar ya.
Corté la amapola roja y me fui.
Salí al corredor que rodeaba la casa, hacía frío. En el aire flotaban dientes de león, “panaderos” pensé. Y recordé, más bien sentí en la piel, que ya había sido pequeña y feliz alguna que otra vez.
Caminé hasta el auto como flotando sobre algodones, lo puse en marcha y busqué la salida sin ganas, me hubiera quedado allí, pero estaba yéndome, un camino estrecho me estaba regresando.
Entre mis manos y sobre el volante, se desmayaba una amapola.

Acabo de encontrarla presa entre las hojas de un libro, no sé cuánto tiempo pasó. Aún sus pétalos tienen el color vivo de la sangre y en ocasiones, cuando la muestro pensando en contar todo lo que había tras esa puerta, para ser breve y no enredarme en explicaciones vanas, digo que había en ese paraje una vegetación interesante.
* Gracias Nany, por la música...

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Aves migratorias


"Golondrinas con fiebre en las alas,
peregrinas borrachas de emoción...
Siempre sueña con otros caminos
la brújula loca de tu corazón..."
-Gardel y Le Pera-
Con el tiempo el ecosistema de sus ojos fue cambiando.

Por suerte he guardado en mi memoria la última tarde. De no sé qué mes, pero era invierno. Por el color que tenía el aire a esa hora, creo que era invierno. Sólo atrapé el color –curiosamente, yo que no pinto, me quedé con un color- porque me pareció recién creado para ese momento y para mis alas y para su laguna.
Cuando digo así, me refiero a la de su mirada, que se le formó después de la inundación y ya se quedó para siempre allí, dejando ver un espejo de agua cada vez que me miraba.

Era plomiza esa hora quieta de la tarde, se anunciaba frío el horizonte y algo como un tropel de caballos se oía al final del cielo.
Entonces el aire nos cubrió con su danza errática, dominando ese espejo fugaz de sus ojos y por un momento el tono cobrizo del sol filtrándose por las nubes, fue nuestro universo.

Te quiero, me dijo, sabiendo que yo me iba.
Tenía la voz algo rota y en ese estero tibio de sus ojos comenzaron a volar las primeras aves migratorias.

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